el giraluna

«Los dioses nos sonríen». Me repito una y otra vez, no debo olvidar la contraseña. «Ojalá no nos enseñen los dientes», es la única respuesta que se aceptaría. El sol se esconde en el horizonte del extenso campo de girasoles, que empiezan a dormirse plácidamente bajo el amparo del viejo pueblo, que vigilante se aposenta en la abrupta ladera de la colina. A mi mente vuelve la misteriosa conversación que esta mañana escuché a dos forasteros, que medio susurraban a la sombra de una de las casas, mientras recorría un estrecho callejón, rincón de mis juegos infantiles: «Te repetiré la contraseña para que puedas reconocer a quien será tu ayudante, acuérdate de traer la linterna. Esta noche de luna llena, será más fácil encontrar el giraluna, pero también más peligroso»…»Tranquilo, una vez acuda el ayudante,  empezaremos la búsqueda, estaremos preparados…, mañana se lo traeremos aquí mismo, tenga preparado el dinero.»…»Bien, la contraseña es… «. Cuando estuve seguro de que se habían marchado salí del callejón. Ahora, desde mi condición de físico teórico, no podía creer en la absurda historia que oí, a los más ancianos del lugar, sobre el giraluna; planta que se escondía en el campo de girasoles a las afueras del pueblo, que tan solo florecía los días de luna llena, y que era capaz de hacer desaparecer a todo aquel que estuviese en el campo de girasoles durante esa noche. Siempre he creído que no era más que una simple historia para que los niños no jugasen de noche por las afueras del pueblo, pero jamás he tenido la ocasión de desmentirla. Aquel hombre con su recompensa me daba una espléndida ocasión, vale la pena hacerse pasar por uno de ellos, de todas maneras no se conocen y solo necesito la contraseña.

i

La luna ya brilla en lo alto, alguno de los hombres estará al caer. Espero que sea el de la linterna el primero en llegar, tengo la impresión que me será de utilidad. La conversación de esta mañana parecía ir muy en serio, puede que quizá sí que exista esa planta, pero lo de desaparecer… no lo creo posible, un hecho así solo es plausible en unas circunstancias muy especiales, que escapan a cualquier realidad tangible. Unas nubes tapan ahora la luna, y está todo muy oscuro. Me alegro de haber traído un cuchillo por si acaso… Oigo a alguien acercarse muy deprisa, como si huyera de algo. ¡Allí está! Se ha parado al verme, creo que me acercaré despacio… . Está jadeante y me mira a los ojos. Tiene las facciones desencajadas y parece asustado. Lleva la linterna, pero no dice nada… a lo mejor piensa que debo empezar yo: «Los dioses nos sonríen…». Parece seguir mudo pero, sin dejar de fijarse en mi cara, me contesta: «Ojalá no… no nos enseñen… los dientes…»…

Al encender la linterna todos los girasoles de los alrededores despiertan y empiezan a girar atraídos por la luz. Los rostros sin facciones de los girasoles nos observan en silencio y el hombre se pone aún más nervioso. Deja caer la linterna al suelo y los girasoles la siguen con una fría mirada. Me están entrando escalofríos. Como el hombre no se decide, cojo yo la linterna. Los girasoles empiezan a fijarse en mi, les devuelvo rápidamente una intensa mirada. Comienzo a caminar, ya que el hombre, misteriosamente, parece demasiado asustado para reaccionar, no quita la vista a los girasoles que tiene más cerca, como si tuviera miedo de que estos le atacasen. Sus ojos parecen ocultar un horrendo secreto que no debe descubrirse, y su forma de mirar a los girasoles lo delata, estos parecen esperar que realice un gesto improcedente para inculparle. No cabe la menor duda de que su estado de excitación y nerviosismo se debe inexplicablemente a ellos. Las nubes se apartan, y la luna, cómplice, nos ilumina. El alivio de la claridad tranquiliza al hombre que empieza a seguirme creyendo tener a los girasoles controlados…

Con cada paso que damos, enfrente de nosotros despiertan nuevos girasoles para seguirnos, con sus inhumanos rostros, con la misma rapidez con la que se duermen los que poco a poco dejamos atrás. Sus penetrantes miradas no dejan de inquietar al misterioso hombre que, con penosos esfuerzos, camina muy cerca de mi, como buscando mi protección, una barrera que le libere de las inquisidoras miradas. Un escalofrío me sacude, y desde lo más profundo de mi ser un indescriptible miedo va  invadiendo toda mi persona. Las indescriptibles miradas sin ojos siento que están afectándome seriamente, con la mano que tengo libre compruebo que el cuchillo esté en su sitio…

Una fuerza oculta nos arrastra a un lugar dominado por un régulo girasol azul, que emite unos intensos y deslumbrantes destellos de luz azul, que al mismo tiempo absorbe hacia un abismo si fin, a pesar de que el misterioso hombre hace todo lo posible para evitar llegar allí. Intenta apartarse de mi para indicarme otras rutas de exploración, pero unos rostros sin vida le persuaden para que no lo haga. Llegamos a ese extraño lugar atraídos por un tenue rayo de luz azulada, que durante unos instantes escapó de la luna, aprovechando una fina brecha entre las nubes. Vuelve a salir la luna y el ahora omnipresente girasol azul brilla intensamente. Maravillado y aturdido dejo caer la linterna sin darme cuenta, y todos los girasoles se agitan con turbulencias hacia la luz. Esto asusta desmesuradamente a mi acompañante que empieza a mirarme con los ojos de la muerte. Sin pensarlo dos veces saco el cuchillo, él se lanza sobre mí gritando: «¡Soy yo!…¡No lo hagas!…¡Soy yo…!»…

ii

El cuchillo le ha hecho callar, pero aún muerto sus ojos hablan, veo en ellos mi rostro…. La linterna sigue en el suelo, su luz atrae las miradas de los girasoles que la observan, yo también me siento observado. La luna vuelve a esconderse, el giraluna desaparece, ¡al igual que el muerto!… Los girasoles parecen seguir mirando la linterna, pero yo sé que es a mí a quien miran. Algunos incluso parecen tener ojos, los mismos ojos del que acaba de desaparecer… . Les lanzo el cuchillo, cojo la linterna y salgo corriendo de aquel lugar. Los girasoles, ligeramente encorvados, me siguen con sus ojos inquisidores. Saben mi delito, lo han visto, y ahora me delatan. No siguen a la linterna, no. ¡Me siguen a mí!. Apago la linterna sin dejar de correr, para evitar verlos. Está todo oscuro, la luna sigue oculta, no desea ser cómplice de lo ocurrido. Aunque no les veo sé que continúan observándome con sus caras endemoniadas y sus enrojecidos y vidriosos «ojos» delatores… Parece que alguien está allí delante. Quizá sea el otro hombre que tenía que venir. Si me acerco a lo mejor me ayuda a salir de aquí, pero puede que los girasoles le cuenten mi crimen… . Él ha decidido por mí, se está acercando…

«Los dioses nos sonríen…». Sí es él, me ha dicho la contraseña, ¿debo responder?… Medio jadeante le contesto: «Ojalá no… no nos enseñen… los dientes…»…Enciendo la linterna y vuelvo a ver los envenenados «ojos». La lanzo al suelo para que no me sigan observando, aunque ellos continúan haciéndolo. A los pocos segundos mi nuevo acompañante coge la linterna decidido a empezar la búsqueda de la planta. Con su movimiento los girasoles empiezan a moverse a su mismo ritmo, quedándose siempre algunos para cercarme y vigilarme. El hombre empieza a alejarse, pero aprovechando unos rayos fugaces de la luna corro tras él hasta alcanzarle, buscando su amparo, juntos seremos más fuertes, no me separo por si los girasoles  decidiesen a atacar.

Caminamos bajo la constante vigilancia de los girasoles, estos parecen haberle contado mi terrible secreto, ya que él se dirige directo hacia donde habita el giraluna. Me separo de él, para que intente seguirme, pero algunos girasoles obstaculizan mi trayecto, sus irascibles ojos y los sonidos indescifrables que susurran desbaratan mi propósito, me obligan a seguirle… Llegamos al lugar donde, eternamente, reside el atroz giraluna. Su absorbente y diabólico brillo azul no deja escapar a nadie, solo sus malditos súbditos, los girasoles, salen intangibles como fugaces estrellas. El hombre, hechizado, deja caer la linterna, provocando en los girasoles una turbulenta danza macabra, al ver el giraluna en toda su omnipotencia…

En pocos instantes, antes del abrazo mortal, me doy cuenta del insólito hecho: ¡Era una singularidad del espacio!, una frontera de nuestro universo, la que provocaba una arruga en el tiempo, un bucle infinito donde el presente y el futuro se encuentran en un abrazo de destrucción y creación, de muerte y de vida.

El hombre tiene mi cuchillo porque no es otro que yo mismo momentos antes del crimen. Observo a la muerte frente a mí y en un intento desesperado me lanzo sobre él, para que no utilice el cuchillo, gritando:  «¡Soy yo!…¡No lo hagas!…¡Soy yo…!»…

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